jueves, 20 de agosto de 2009

Texto de lectura

COLOMBIA: EL PROYECTO NACIONAL Y LA FRANJA AMARILLA





Por William Ospina
William Ospina (Padua, Tolima, 1954), poeta, ensayista y traductor. Premio Nacional de Poesía Colcultura, 1992. Ha publicado entre otros libros "Esos extraños prófugos de Occidente" (Norma, 1994), "Un álgebra embrujada" (Norma, 1995) y "¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (Norma, 1995).

Hace poco tiempo una querida amiga norteamericana me confesó su asombro por la situación de Colombia. "No entiendo -me decía-, con el país que ustedes tienen, con el talento de sus gentes, por qué se ve Colombia tan acorralada por la crisis social; por qué vive una situación de violencia creciente tan dramática, por qué hay allí tanta injusticia, tanta inequidad, tanta impunidad. ¿Cuál es la causa de todo eso?". Por un momento me dispuse a intentar una respuesta, pero fueron tantas las cosas que se agolparon en mí que ni siquiera supe cómo empezar. Sentí que aunque hablara sin interrupción la noche entera, no lograría transmitirle del todo las explicaciones que continuamente me doy a mí mismo, tratando de entender el complejo país al que pertenezco. Por otra parte, entendí que muchas de mis explicaciones no le habrían gustado a mi amiga, o la habrían puesto en conflicto con su propia versión de la realidad.
Es frecuente para nosotros oír de labios generosos la deploración de esas desdichas y el asombro ante nuestra incapacidad para resolverlas. El primer asunto es, pues, preguntarse si de verdad la sociedad colombiana vive una situación excepcionalmente trágica, si es tan distinta esta realidad de la del resto de los países, o al menos de los países del llamado tercer mundo. Mi respuesta es que sí. Colombia es hoy el país con mayor índice de criminalidad en el planeta, y la inseguridad va convirtiendo sus calles en tierra de nadie. Tiene a la mitad de su población en condiciones de extrema pobreza, y presenta al mismo tiempo en su clase dirigente unos niveles de opulencia difíciles de exagerar. Muestra uno de los cuadros de ineficiencia estatal más inquietantes del continente, al lado de buenos índices de crecimiento económico. Muestra fuertes niveles impositivos y altísimos niveles de corrupción en la administración. Muestra unas condiciones asombrosas de impunidad y de parálisis de la justicia y al mismo tiempo una elevada inversión en seguridad, así como altísimos costos para la ciudadanía en el mantenimiento del aparato militar. Muestra las más deplorables condiciones de desamparo para casi todos los ciudadanos, y sin embargo es un país donde no se escuchan quejas, donde prácticamente no existen la protesta y la movilización ciudadana: una suerte de dilatado desastre en cine mudo.
Esto último es pasmoso. La visible pasividad de la sociedad colombiana alarma a los visitantes. En las recientes huelgas que conmocionaron a Francia pudo verse cómo una sociedad que vive relativamente bien en términos económicos y protegida por un Estado responsable, sabe reaccionar en bloque ante todo lo que la lesione, no se deja pisotear en sus derechos y se resiste a que se menoscaben los privilegios que ha conquistado. Ver a los franceses marchando por las calles, armando barricadas ante un gobierno cuya legitimidad no desconocen, y haciendo temblar a las instituciones, nos confirma que Francia es el país de la Revolución, que ese país es respetable porque tiene orgullo y porque tiene dignidad, porque sabe de lo que es capaz cuando sus gobernantes olvidan que son pagados por el pueblo y que son apenas los representantes de su voluntad. Ante ese ejemplo se hace más incomprensible que una sociedad como la colombiana (donde ni siquiera los sectores fabulosamente ricos pueden sentirse satisfechos, pues el Estado que sostienen ya ni siquiera les garantiza la vida, donde nadie está protegido, donde el Estado no cumple sus más elementales deberes y donde todos los días ocurren cosas indignantes) sea tan incapaz de expresarse, de exigir, de imponer cambios, de colaborar siquiera con su presión o con su cólera a las transformaciones que todos necesitamos. ¿Qué es lo que hace que Colombia sea un país capaz de soportar toda infamia, incapaz de reaccionar y de hacer sentir su presencia, su grandeza?
Muchos aventuran la hipótesis de que esa aparente pobreza de espíritu y esa debilidad de carácter se deben a las características biológicas y genéticas de la población: sería, pues, la expresión de una fatalidad ineluctable. Otros sostienen lo mismo con respecto a los índices de criminalidad: revelarían una incurable enfermedad, y harían de nosotros un pobre pueblo sin salvación y sin remedio. Pero la verdad es que nuestros índices de violencia y nuestra actual ineptitud política son hechos históricos susceptibles de explicación. Más aún, se diría que las explicaciones son tan evidentes e incluso tan sencillas que se requiere estupidez o malevolencia para aventurar dictámenes fatalistas. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de haber precipitado en cinco años la muerte de 50 millones de seres en condiciones de crueldad y de sevicia escandalosas, la sociedad europea revele una patología siniestra e incurable. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de que la sociedad estadounidense haya sacrificado medio millón de personas en tres años de guerra para impedir su propia Secesión y haya alentado después la Secesión de Panamá para hacerse al canal interoceánico más importante del mundo, de que haya participado en las guerras de Nicaragua, haya arrojado bombas atómicas sobre ciudades japonesas, haya invadido Vietnam, haya apoyado a los peores dictadores del Caribe y de Centroamérica, y haya bombardeado a Bagdad, eso signifique que los norteamericanos padecen de alguna monomanía agresiva irremediable. Los historiadores vendrán en nuestro auxilio para explicarnos las precisas condiciones históricas que llevaron a aquellas sociedades y a sus gobiernos a participar en esas realidades escabrosas.
Colombia vive momentos dramáticos, pero quien menos le ayuda es quien declara, por impaciencia, por desesperación o por mala fe, que esas circunstancias son definitivas, o que obedecen a causas ingobernables. Más bien yo diría que lo que vivimos es el desencadenamiento de numerosos problemas represados que nuestra sociedad nunca afrontó con valentía y con sensatez; y la historia no permite que las injusticias desaparezcan por el hecho de que no las resolvamos. Cuando una sociedad no es capaz de realizar a tiempo las reformas que el orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve a su manera, a veces con altísimos costos para todos. Y lo cierto es que Colombia ha pospuesto demasiado tiempo la reflexión sobre su destino, la definición de su proyecto nacional, la decisión sobre el lugar que quiere ocupar en el ámbito mundial; ha pospuesto demasiado tiempo las reformas que reclamaron, uno tras otro, desde los tiempos de la Independencia, los más destacados hijos de la nación. Casi todos ellos fueron sacrificados por la mezquindad y por la codicia, y hoy es larga y melancólica la lista de lúcidos y clarividentes colombianos que soñaron un país grande y justo, un país afirmado en su territorio, respetuoso de su diversidad, comprometido con un proyecto verdaderamente democrático, capaz de ser digno de su riqueza y de su singularidad, y que pagaron con su vida, con su soledad o con su exilio el haber sido fieles a esos sueños.
Si hay algo que nadie ignora es que el país está en muy malas manos. Quienes se dicen representantes de la voluntad nacional son para las grandes mayorías de la población personas indignas de confianza, meros negociantes, vividores que no se identifican con el país y que no buscan su grandeza. Pero ello no es nuevo. Si algo caracterizó a nuestra sociedad desde los tiempos de la Independencia, es que sistemáticamente se frustró aquí la posibilidad de romper con los viejos esquemas coloniales. Colombia siguió postrada en la veneración de modelos culturales ilustres, siguió sintiéndose una provincia
marginal de la historia, siguió discriminando a sus indios y a sus negros, avergonzándose de su complejidad racial, de su geografía, de su naturaleza. Esto no fue una mera distracción, fue fruto del bloqueo de quienes nunca estuvieron interesados en que esa labor se realizara. Desde el comienzo hubo quien supo cuáles eran nuestros deberes si queríamos construir una patria medianamente justa e impedir que a la larga Colombia se convirtiera en el increíble nido de injusticias, atrocidades y cinismos que ha llegado a ser. No podríamos decir que fue por falta de perspectiva histórica que no advertimos cuan importante es para una sociedad reconocerse en su territorio, explorar su naturaleza, tomar conciencia de su composición social y cultural, y desarrollar un proyecto que, sin confundirlos, agrupe a sus nacionales en unas tareas comunes, en una empresa histórica solidaria.
Siempre pienso en eso que no hicimos a tiempo cuando recuerdo aquellos hermosos versos que leyó Robert Frost en la posesión de John Kennedy, donde declara la clave del destino de los Estados Unidos; cómo ese país que es históricamente nuestro contemporáneo cumplió una tarea que aún nosotros no hemos cumplido:
Esta tierra fue nuestra
antes de ser nosotros de esta tierra.
Fue nuestra más de un siglo
antes de convertirnos en su gente.
Fue nuestra en Massachusetts, en Virginia,
pero éramos colonos de Inglaterra,
poseyendo una cosas que aún no nos poseían,
poseídos de aquello que ya no poseíamos.
Algo que nos negábamos a dar gastaba nuestra fuerza,
hasta entender que ese algo fuimos nosotros mismos,
que no nos entregábamos al suelo en que vivíamos,
y desde aquel instante fue nuestra salvación el entregarnos.
La historia de Colombia es la historia de una prolongada postergación de la única aventura digna de ser vivida, aquella por la cual los colombianos tomemos verdaderamente posesión de nuestro territorio, tomemos conciencia de nuestra naturaleza -una de las más hermosas y privilegiadas del mundo-, tomemos conciencia de la magnífica complejidad de nuestra composición étnica y cultural, creemos lazos firmes que unan a la población en un orgullo común y en un proyecto común, y nos comprometamos a ser un país, y no un nido de exclusiones y discordias donde unos cuantos privilegiados, profundamente avergonzados del país del que derivan su riqueza, predican día y noche un discurso mezquino de desprecio o de indiferencia por el pueblo al que nunca supieron honrar ni engrandecer, que siempre les pareció "un país de cafres", una especie subalterna de barbarie y de fealdad.
La primera traición a ese sueño nacional la obraron los viejos comerciantes que, preocupados sólo por sus intereses privados, se impusieron en el gobierno de la joven república para bloquear toda posibilidad de una economía independiente, y permitieron que el país siguiera siendo un mero productor de materias primas para la gran industria mundial y un irrestricto consumidor de manufacturas extranjeras. Así como nuestras sociedades coloniales habían provisto a las metrópolis de la riqueza con la cual construyeron sus ciudades fabulosas y desarrollaron su revolución industrial, así nuestro acceso a la república no impidió que siguiéramos siendo los comparsas serviles de esas economías hegemónicas, y siempre hubo entre nosotros sectores poderosos interesados en que no dejáramos de serlo. Ello les rendía beneficios: siempre hubo una aristocracia parroquial arrogante y simuladora que procuraba vivir como en las metrópolis, disfrutando el orgullo de ser mejores que el resto, de no parecerse a los demás, de no identificarse con el necesario pero deplorado país en que vivían. Nunca he dejado de preguntarme por qué los que más se lucran del país son los que más se avergüenzan de él, y recuerdo con profunda perplejidad el día en que uno de los hijos de un expresidente de la república me confesó que la primera canción en español la había oído a los 20 años. Allí comprendí en manos de qué clase de gente ha estado por décadas este país. Aquellos príncipes de aldea con vocación de virreyes sólo salían a recorrerlo cuando era necesario recurrir a la infecta muchedumbre para obtener o comprar los votos.
También desde el comienzo, a pesar de que han sido poquísimos los casos de guerras entre naciones en este continente, se generó una tradición de privilegios para el estamento militar, porque los gobiernos, que casi siempre descuidaban la suerte de las muchedumbres humildes, necesitaban brazo fuerte y pulso firme a la hora de conjurar rebeliones. Y ello resulta a su modo razonable, porque cuando se construye un régimen irresponsable y antipopular se hace absolutamente necesaria la fuerza para mantener a cualquier precio un orden o desorden social que el pueblo difícilmente defendería como suyo. ¿Quién ignora aquí que las grandes mayorías de Colombia no tienen nada que agradecerle al Estado tal como está constituido, y que por ello no están tan dispuestas como en otros países a entregarle sus jóvenes? Es triste recordar que durante mucho tiempo las clases privilegiadas, las más defendidas por el Estado, pagaron para librar a sus hijos del servicio militar que los pobres tenían que cumplir irremediablemente. Y es verdad que los jóvenes deploran tener que ir a un ejército cuya principal función es enfrentarse con su propio pueblo. Todo Estado tiene que demostrar su legitimidad, su desvelo por la gente, para merecer la adhesión y la lealtad de su pueblo, y es un axioma que si el pueblo no es patriótico es porque el Estado no le da buen ejemplo.
Grandes esfuerzos históricos intentaron cumplir la tarea imperiosa de afirmarse en una tradición y construir una patria. De los primeros y más valiosos fue la Expedición Botánica, que empezó a revelar al mundo la exuberancia de nuestra flora tropical y que despertó en una generación el sorpresivo orgullo de pertenecer a los inexplorados trópicos de América. Una de las consecuencias de esa Expedición fue el movimiento de Independencia, pero la Reconquista frustró la paciente labor de tantos sabios y artistas, y dos siglos después la Expedición Botánica sigue siendo una obra inconclusa. Colombia posee, según es fama, la mayor diversidad de pájaros del mundo, pero es tan inconsciente de sus riquezas que el libro más completo sobre las variedades de aves colombianas, Birds of Colombia, no está traducido al español. En la segunda mitad del siglo XIX emprendió sus tareas la Comisión Corográfica, y sin embargo aún hoy Colombia sigue siendo un país sin un proyecto territorial, sin un plan de desarrollo sensato y propio, sin un censo aprovechado de sus recursos. El Estado, omnipotente a la hora de imponer tributos y de reprimir descontentos, es la impotencia misma a la hora de impedir saqueos, de moderar depredaciones y de proteger el patrimonio. Y ello porque en realidad no es un Estado que represente una voluntad nacional, y que pueda apoyarse en ella para esas grandes decisiones que exigen en nombre de todos poner freno a la codicia de unos cuantos, sino que representa sólo intereses mezquinos y está hecho para defenderlos, a veces, incluso, con ferocidad.
Verdad es que grandes poderes externos estuvieron interesados desde siempre en mantener nuestra economía en condiciones desventajosas, que les permitieran realizar aquí sus negocios en los mejores términos. Para la gran industria mundial fue una prioridad garantizar su provisión de materias primas, y mantener aquí una clase privilegiada en condiciones de consumir productos de importación. Una de las verdades que no sabría explicar con claridad a mi amiga es por qué y de qué manera el gobierno norteamericano apoyó siempre a los partidarios colombianos del libre cambio, que abrían nuestras fronteras a sus productos, e incluso patrocinó siempre a alguno de los bandos en las guerras civiles que desgarraron a Colombia durante el siglo XIX. Ella sentirá la extrañeza de que los colombianos seamos desventurados, pero difícilmente entenderá que no hemos estado solos en la construcción de nuestra penuria, que muchas veces su propio Estado participó en la preparación y el diseño de nuestro caos actual. Cuando se pensaba que el urgente canal interoceánico centroamericano pasaría por Nicaragua, los Estados Unidos patrocinaron la aventura de William Walker y se apresuraron a reconocer su increíble gobierno de mercenarios. Sólo el clamor indignado del continente impidió que Nicaragua se convirtiera, por la vía del zarpazo, en un estado más de la Unión Norteamericana, y obligó a los Estados Unidos a desdecirse de su apresurado reconocimiento diplomático. Pronto se decidió que el canal sería panameño, y Estados Unidos, nuestro solícito hermano mayor continental, que acababa de vivir una guerra gigantesca y terrible para impedir una segregación en su sagrado territorio, financió la segregación de Panamá y obtuvo a cambio la construcción y administración del canal interoceánico por un siglo.
Con todo, ¿cómo reprochar a los otros países que defiendan sus intereses y que piensen en primer lugar en sus conveniencias? A eso es a lo que se llama pomposamente el mercado mundial, a un juego de astucias y de rapiñas disfrazadas por un lenguaje almibarado, a veces técnico y pragmático, a veces grandilocuente y cínico. Lo que es digno de reproche es que haya gobiernos nacionales que en ese contexto trabajen para favorecer los intereses de los otros y no los de su propio país. Y desde los primeros tiempos de la república hubo aquí de esos gobiernos, "muy respetados y queridos en el exterior", que le entregaron nuestra economía a los intereses de las grandes potencias y que no permitieron el surgimiento de una industria local, de un mercado interno, y niveles de vida decentes para la población. Siempre el discurso almibarado cifró nuestra felicidad en la capacidad de competir libremente, lo que significaba entregar nuestra economía sin protección y sin escrúpulos a los rigores y las rapacidades del mercado mundial. A ese invento genial se lo ha llamado "apertura económica" desde los tiempos del general Francisco de Paula Santander, miembro y favorecedor de las grandes familias de comerciantes importadores de la sabana.
Las guerras civiles del siglo XIX derrotaron el pensamiento liberal, el radicalismo y la tradición ilustrada de los sectores democráticos, e impusieron finalmente un régimen aristocrático clerical centralizado cuya constitución, promulgada en 1886, gobernó al país durante más de cien años. Este régimen convirtió a Colombia en uno de los países más conservadores del continente. A pesar de los esfuerzos liberales de Manuel Murillo Toro, de Tomás Cipriano de Mosquera, de José Hilario López, quien había decretado la libertad de los esclavos en 1854, antes que los Estados Unidos; a pesar de grandes luchas democráticas, la sociedad colombiana se cerró bajo el poder de los terratenientes y del clero; la Iglesia y el Estado se confundieron en una amalgama indiferenciada y nefasta, el índice católico prohibió la lectura libre durante buena parte del siglo, la educación estuvo manejada por la Iglesia, y conquistas elementales de la sociedad liberal como el matrimonio civil y el divorcio, conquistas que poseen todos los países vecinos desde hace más de 60 años, son logros que la sociedad colombiana vino a obtener a fines del siglo XX, mostrándose como uno de los esquemas sociales más cerrados y oscuros de Occidente. Esto dio origen a tremendos cuadros de violencia familiar y de intolerancia social, a un enorme irrespeto por las creencias ajenas, y a la tendencia persistente a considerar toda disidencia y toda rebeldía como un fenómeno religioso. La guerra civil de mediados de siglo, conocida como la Violencia, se configuró como una inmensa guerra religiosa, hecha de fanatismo y de ceguera brutal, y llegó a extremos aberrantes, con la reconocida presencia de la Iglesia como uno de sus principales instigadores.
Hacia 1930, al cabo de 50 años, la hegemonía conservadora se vio debilitada por la inconformidad popular, arreciaron las luchas sindicales, hubo conatos de rebelión, y finalmente la escandalosa masacre de las bananeras precipitó el descrédito del régimen conservador. Un sector del liberalismo acaudillado por Alfonso López Pumarejo intentó una reforma democrática que favoreciera la industrialización, que modificara el régimen de propiedad sobre la tierra, que modificara las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y que abriera el camino para la adecuación de la sociedad colombiana a algunas de las tendencias mundiales del siglo. No era, por supuesto, la reforma estructural que el país necesitaba, ni la vasta toma de conciencia de la necesidad de un orden distinto, ni el gran esfuerzo por dignificar a una sociedad malformada por la exclusión y la estratificación social; era una reforma moderada, pero naturalmente desató una inmediata contrarreforma, que trajo violencia antiliberal a los campos y empezó a sembrar el germen de algunos males futuros. El intolerante país feudal se resistía al cambio y su reacción despertó nuevas insatisfacciones.
Como respuesta a la violencia antiliberal, el sector popular del liberalismo emprendió una defensa de los campesinos perseguidos, que rápidamente fue configurándose como una enorme rebelión popular bajo la orientación del caudillo Jorge Eliécer Gaitán. Gaitán comprendió muy pronto que Colombia necesitaba con urgencia grandes reformas sociales, y el proyecto nacional siempre postergado se convirtió en su bandera. Pertenecía al partido liberal, pero entendió que el principal enemigo de la sociedad colombiana era ese bipartidismo aristocrático cuyos jefes formaban en realidad un solo partido de dos caras, hecho para saquear el país y beneficiarse de él a espaldas de las mayorías; y en sus discursos avanzó hacia una reformulación de la crisis política como el conflicto entre las mayorías humildes y auténticas, y el mezquino país de los privilegios. Hablando del "país político" y del "país nacional", destacando el modo como los dirigentes gobernaban para una minoría, conquistó un caudal electoral inesperado, y súbitamente la vieja clase dirigente se vio ante un fenómeno de entusiasmo popular desconocido en Colombia.
La campaña de calumnias y difamaciones desatada por la gran prensa no logró debilitar al movimiento gaitanista, y la vieja casta comprendió que, como el arco del legendario rey nórdico, "Noruega se iba a romper entre sus manos". La clase dirigente, encabezada por los jefes políticos y por los grandes diarios sostenedores del poder, confiaba ya sólo en la ignorancia y la indisciplina de las huestes gaitanistas, el "país de cafres" al que siempre habían despreciado. Fue entonces cuando Gaitán convocó a la Marcha del Silencio, para protestar por la violencia en los campos, y una impresionante multitud gaitanista sobrecogió a Bogotá al marchar y concentrarse de un modo disciplinado y silencioso. Aquel pueblo demostraba que no era una hidra vociferante, que podía ser una fuerza poderosa y tranquila, y esto exasperó a los dueños del país. A partir de ese momento Gaitán era el jefe de la mayor fuerza popular de nuestra historia y, de acuerdo con el orden democrático, era el seguro presidente de la república. Llegaría al poder no sólo con un gran respaldo popular sino con una enorme claridad sobre las reformas que requeríamos y sobre el país que Colombia debía llegar a ser para impedir la perdición de millones de seres humanos.
Gaitán debió presentir que un modelo de desarrollo deshumanizado sería capaz de sacrificar a los campesinos de Colombia, que eran la mayoría de la población, para favorecer sin atenuantes los designios ciegos de un capitalismo salvaje. Como alcalde de Bogotá había fijado en los sitios públicos el valor oficial de la hora de trabajo, para dar a los trabajadores una idea de su dignidad y de sus derechos. Como ministro de Educación intentó abrirle paso infructuosamente a una reforma educativa radical que respondiera a las necesidades del país que crecía. Aún es posible oír en sus discursos su interés por impedir que una economía de privilegios precipitara a Colombia en la pauperización y el aplastamiento de las gentes más pobres. Sus enemigos comprendieron entonces que la democracia llevaría a Gaitán al poder y procedieron a ofrecerle su apoyo a cambio de que él aceptara su asesoría, es decir, compartiera con ellos su triunfo y les permitiera escoltarlo. Gaitán se negó, y arreciaron en su campaña difamatoria. La última ráfaga de aquella oposición rabiosa debió armar la mano fanática o mercenaria que le dio muerte. Y así comenzó la gigantesca contrarrevolución (o antirrevolución, ya que conjuraba algo que aún no se había cumplido) que marcó de un modo trágico el destino de Colombia en los 50 años siguientes.
Esta contrarrevolución tuvo tres etapas, cada una de ellas peor que la anterior. La primera fue el asesinato del caudillo, que provocó el incendio de la capital. La segunda fue la Violencia de los años cincuenta, que despobló los campos de Colombia e hizo crecer dramáticamente las ciudades con millones de desplazados arrojados a la miseria. La tercera fue el pacto aristocrático del Frente Nacional, mediante el cual los instigadores de la violencia se beneficiaron de ella y se repartieron el poder durante 20 años, proscribiendo toda oposición, cerrando el camino de acceso a la riqueza para las clases medias emprendedoras, y manteniendo a los pobres en condiciones de extremo desamparo mientras acrecentaban hasta lo obsceno sus propios capitales.
El 9 de abril de 1948 fue la fecha más aciaga del siglo para Colombia. No porque en ella, como lo pretenden los viejos poderes, se haya roto la continuidad de nuestro orden social, sino porque ese día se confirmó de un modo dramático. La estructura del movimiento gaitanista, con su sujeción a la figura y el pensamiento del caudillo, permitió la desmembración y la disolución de aquella aventura en la que se cifraba el porvenir del país. Gaitán tenía clara la necesidad de un proyecto nacional donde cupiera el país entero; una nación de blancos y de mestizos, de negros y de inmigrantes que pudiera reconciliarse con el espíritu de los pueblos nativos del territorio, y extraer de esa complejidad una manera singular de estar en el mundo. Pero esa claridad lo llevó a enfrentarse ingenuamente, es decir, de un modo valeroso, sincero y desarmado, a esa clase dirigente que se lucraba de la miseria nacional y que despreciaba profundamente todo lo que no cupiera en su mezquina órbita de privilegios. Una casta de mestizos con fortuna que nunca había intentado ser colombiana, ni identificarse con nuestra geografía, con nuestra naturaleza, con nuestra población; que continuamente se avergonzaba, como sigue haciéndolo hoy, de este mundo tan poco parecido al idolatrado mundo europeo. Una élite deplorable que viajaba a Europa y a Norteamérica, no a llevar con orgullo el mensaje de un pueblo dignificado por el respeto y afirmado en su territorio, sino a simular ser europea, y a procurar por los métodos más serviles ser aceptada por un mundo que no ignoraba su condición de rastacueros y su falta de carácter.
El discurso de Gaitán merece muchas reflexiones. Es singular que en un país envanecido por la retórica de sus gramáticos y de sus académicos haya sido un hombre de origen humilde quien ennobleció el lenguaje de la política; quien, exhibiendo un gran refinamiento sintáctico y una notable claridad de pensamiento, haya tenido eco en un pueblo pretendidamente ignorante y salvaje. No podemos olvidar que también la gran empresa de renovar la lengua castellana y de convertirla en una lengua americana había sido liderada por un indio nicaragüense, Rubén Darío; y que la gran poesía colombiana de entonces estaba siendo escrita por un hijo de campesinos de Santa Rosa de Osos que prácticamente nunca había estado en la escuela. Ello parece asombroso pero es natural: la lengua, como el sentimiento religioso, es hija de los pueblos; son ellos sus creadores y sus transformadores, y las academias, como los eclesiásticos, no son más que los avaros administradores de un tesoro que no siempre comprenden.
Lo que parecía insinuarse en el horizonte del gaitanismo era una suerte de revolución nacional, de transformación de la ideología que reinaba por el poder de los partidos en el alma del pueblo; y la conformación de una gran franja de opinión capaz de llevar no sólo a Gaitán a la presidencia sino al país a un nuevo comienzo. Lo que parcialmente habían conquistado países como México, cuya identificación consigo mismos, cuyo respeto por las raíces nativas, cuya afirmación en su propio pueblo, en su música, en su gastronomía, en su indumentaria, en sus tradiciones, eran un ejemplo para el desconcertado continente mestizo, y cuya revolución, sin duda llena de errores y de hechos dolorosos y trágicos, había conferido sin embargo un profundo sentimiento de orgullo y de dignidad a sus gentes.
Como suele ocurrir con los magnicidios, el asesinato de Gaitán nos ha sido presentado como el crimen solitario de un enajenado o de un fanático. Lo que no podemos ignorar es el clima social y político en que se cumplió el hecho, los sectores visiblemente interesados en la desaparición del líder, y los que se benefician con ella. Si la mano que lo mató fue fanática o fue mercenaria, es algo indiferente: la causa evidente del crimen fue la campaña de difamación realizada contra él por la gran prensa, que lo mostraba como un peligro para la sociedad, como alguien que venía a destruir el país, y que lo caricaturizaba como un salvaje a la cabeza de una banda de caníbales. El crimen produjo en todo el país un espontáneo levantamiento hecho de frustración y de desesperanza, pero incapaz de grandes propósitos y aun de trazarse nobles tareas inmediatas. Entre incendios y rapiña y estragos, el pueblo comprendió que una vez más sus esperanzas habían muerto, y tal vez comprendió también que el poder imperante jamás permitiría una transformación de la sociedad por las vías democráticas y pacíficas que Gaitán había escogido. Pero allí comenzó también la segunda fase de esa poderosa contrarrevolución, porque advertidos del peligro de un movimiento popular, los partidos políticos tradicionales se lanzaron a la reconquista de sus huestes y se esforzaron por contrarrestar los efectos del discurso de Gaitán. Para ello radicalizaron su lenguaje partidista, magnificaron una maraña de diferencias retóricas entre los dos partidos, y utilizando todos los recursos y todos los medios de influencia, fanatizaron a la ingenua población campesina.
Tal vez no se proponían desatar una oleada de violencia, pero el modo criminal e irresponsable como atizaron las hogueras del odio para ganar la fidelidad de sus prosélitos condena para siempre a los jefes de ambos partidos que precipitaron a Colombia en la más siniestra época de su historia. Gentes humildes que se habían conocido toda la vida, que se habían criado juntas, se vieron de pronto conminadas a responder a viejos odios insepultos, y sin saber cómo, sin saber por qué, sin el menor beneficio, se dejaron arrastrar por el increíble poder de la retórica facciosa que los bombardeaba desde las tribunas, desde los púlpitos y desde los grandes medios de comunicación, y la carnicería comenzó. Entre 1945 y 1965 Colombia vivió una verdadera orgía de sangre que marcó desalentadoramente su futuro. Más asombroso aún es que quienes precipitaron al país en ese horror sean los mismos que siguen dirigiéndolo, aquellos cuyo discurso es el único que impera en la sociedad, aquellos que se resisten a entender que si bien se han enriquecido hasta lo indecible, han fracasado ante la historia; que tuvieron el país en sus manos durante más de un siglo y que el resultado de su manera de pensar y de obrar es esto que tenemos ante nosotros: violencia, caos, corrupción, inseguridad, cobardía, miseria y la desdicha de millones de seres humanos. Afortunadamente ya no es necesario agotarse en argumentos para demostrar el fracaso de los dos partidos y de sus élites: basta mostrar el país que tenemos.
Alguna vez, con triste ironía, el historiador inglés Eric Hobsbawm escribió que la presencia de hombres armados forma parte natural del paisaje colombiano, como las colinas y los ríos. Es difícil, ciertamente, encontrar épocas de la historia en que nuestros campos no hayan sido escenario de hombres en armas, y el mismo Hobsbawm ha dicho que la Violencia colombiana de los años cincuenta representó una de las mayores movilizaciones de civiles armados del hemisferio occidental en el siglo XX. Las huestes de los revolucionarios mexicanos recorrieron su país luchando por la Tierra y la Libertad que les predicaba Emiliano Zapata. Es triste comprobar que los hombres en armas de mediados de siglo en Colombia no luchaban por ninguna reivindicación popular, sino instigados por poderes que siempre los habían despreciado, y cuando empezaron a luchar por algo propio, fue por espíritu de venganza, para cobrarse las injurias que esa misma guerra les había hecho. El gobierno conservador había politizado la policía, había soltado la siniestra "chulavita" a hostilizar liberales. Éstos a su vez reaccionaron armándose, y empezaron a ver en todo conservador un enemigo. La causa de aquello estaba en el poder y en los predicadores del odio, pero muy pronto cada quien tuvo argumentos propios para proseguir la retaliación. Para las cadenas del rencor basta con comenzar, todo lo demás se dará por su propio impulso. Diez años después de aquellas primeras hostilidades y agresiones, la Violencia ya se había fabricado sus propios monstruos, y un clima generalizado de terror y de impunidad daba los frutos más demenciales. Los nombres de Chispas, de Desquite, de Tarzán, del Capitán Veneno, de Sangrenegra, todavía nos congelan la sangre, y sólo muy recientemente las sierras eléctricas de Trujillo han venido a igualar las cumbres de horror y de depravación humana que se vivieron entonces en Colombia.
Siempre nos dijeron que la Violencia de los años cincuenta fue una violencia entre liberales y conservadores. Eso no es cierto. Fue una violencia entre liberales pobres y conservadores pobres, mientras los ricos y los poderosos de ambos partidos los azuzaban y financiaban su rencor, dando muestras de una irresponsabilidad social infinita. La Violencia no podía ser una iniciativa popular, pues no iba dirigida contra quienes se lucraron siempre del pueblo. Era más bien la antigua historia de los pobres matándose unos a otros con el discurso del patrón en los labios. Una persistente y venenosa fuente de odio fluía de alguna parte y alimentaba la miseria moral del país. Los dirigentes, esos que todavía le dictan por la noche a la opinión pública lo que ésta responderá mañana en las encuestas, simulaban no advertir cuál era la causa de ese desangre generalizado, y sin dejar de predicar el odio al godo y al rojo se quejaban del salvajismo del pueblo. La verdad es que bastó que Alberto Lleras y Laureano Gómez se abrazaran y pactaran la alianza para que la vasta Violencia colombiana dejara de ser un caos generalizado y se redujera a la persecución final de unas bandas de asesinos envilecidos. Ahora bien: si la Violencia había sido una guerra, ¿quién la ganó? Aparentemente nadie. Pero si juzgamos por la siguiente fase del drama, el resultado es indudable: sobre 300 mil campesinos muertos, el bipartidismo había triunfado.
Como ocurre al final de todas las guerras, sobre los campos todavía humeantes de la Violencia se firmó un pacto, y ese pacto fue el llamado Frente Nacional, por el cual los dos partidos irreconciliables se convertían en uno solo con dos colores y la misma ideología, y se repartían el poder durante 20 años. En nombre del bipartidismo el pueblo se había hecho la guerra a sí mismo: ahora se sucederían en el poder precisamente los representantes de la vieja clase dirigente que había sido la principal promotora de la violencia. Así se consumó la tercera fase de aquella implacable contrarrevolución. El liberalismo y el conservatismo no tendrían problemas para compartir el poder, y las reformas que Gaitán había prometido podían posponerse hasta el fin del mundo. Después de una guerra y de 300 mil muertos, Colombia debía seguir siendo el país inauténtico, mezquino, antipopular y excluyente que era 20 años atrás, y la clase dirigente amenazada por el gaitanismo se había salvado.
El país que surgía de aquella catástrofe no era sin embargo el mismo. Millones de campesinos expulsados por la Violencia llegaban a las ciudades buscando escapar al terror y a la ruina. Lo que Gaitán había procurado impedir se cumplía ante la indiferencia de los poderosos y la frialdad de los eruditos. Había cambiado el cuadro de la propiedad sobre la tierra, los terratenientes habían pescado en río revuelto, se habían invertido los índices de población urbana y de población campesina, las ciudades crecían inconteniblemente, Colombia tenía muchos menos propietarios que antes, y un oscuro porvenir de miseria y de desempleo se cernía sobre las nuevas muchedumbres urbanas. En ese panorama el Frente Nacional mostró al país sus innovaciones. Como si el peligro para Colombia no fueran los partidos tradicionales que la habían desangrado, y blandiendo abiertamente la amenaza de un posible retorno de la Violencia que sólo ellos podían provocar, repartió el poder entre liberales y conservadores y prohibió en el marco legal toda oposición política. Confirmó al Estado, previsiblemente, como un instrumento para garantizar privilegios; sólo permitió la iniciativa económica en el ámbito de las clases, familias y empresas tradicionalmente emparentadas con el poder, y cerró las posibilidades de acceso a la riqueza a las clases medias emprendedoras, persistiendo en la política de negar el crédito y la capitalización a las clases humildes. Finalmente, fue incapaz de garantizar fuentes de trabajo para las multitudes que seguían llegando a los grandes centros urbanos, les cerró a los pobres la posibilidad de acceso a niveles mínimos de vida y condiciones mínimas de dignidad, permitió el crecimiento y la proliferación de cinturones de miseria alrededor de las ciudades, y persistió en la vieja actitud señorial de no considerar que el Estado tuviera deberes frente a los pobres, de modo que le bastó con estimular campañas privadas de caridad. Nadie podía advertir entonces que en el auge de campañas como El Minuto de Dios, las granjas de beneficencia y las "teletones", con enorme despliegue y difusión, lo que se ocultaba era la incapacidad o la indiferencia del Estado para cumplir prioritarios deberes sociales, y su creciente hábito de dejar en manos de los particulares no la solución, sino el esfuerzo por mitigar los dramas de la pobreza y del desorden social.
Todo lo que somos socialmente desde entonces es fruto del Frente Nacional. Los sectores sensibles lo deploraron en su hora como una gran derrota. Un sector del liberalismo, el MRL, lo combatió vigorosamente, lo mismo que el movimiento literario de los Nadaístas. Hay páginas memorables de Gonzalo Arango en las que cuenta que el Nadaísmo existió porque había muerto Gaitán, que un movimiento rebelde y excéntrico como el Nadaísmo había sido necesario porque se había destruido la esperanza de un pueblo, y que si Gaitán hubiera triunfado los Nadaístas habrían sido jóvenes normales dedicados a construir a su lado un gran país. Pero en su momento los colombianos no advirtieron el terrible mal que representaba para Colombia el pacto aristocrático, por el cual se sepultaba de un modo oficial el derecho popular a expresarse políticamente. Ahora nos resulta increíble que se pudiera hablar de democracia mientras se prohibía expresamente la existencia de partidos políticos distintos de los oficiales. Mientras se condenaba al país a un bipartidismo que además era puramente aparente, pues desde hacía mucho tiempo las palabras liberal y conservador habían perdido en Colombia todo contenido programático, toda huella de un pensamiento o de una idea, y se habían envilecido hasta ser tan sólo dos maneras hereditarias de odiar a los semejantes.
Después de la revolución cubana, la política hemisférica exigió que los ejércitos de América Latina cambiaran sus prioridades de defensa de las fronteras por lo que llamaron "seguridad interna". Así se institucionalizó uno de los fenómenos más aberrantes del siglo. Cuando nuestros países requerían acceder a la democracia real y madurar políticamente, una teoría perversa según la cual los latinoamericanos no estábamos maduros para la democracia, culpablemente apoyada por los gobiernos norteamericanos, permitió que la América Latina viviera una de sus épocas más sombrías. Una progresión de dictaduras militares antipopulares se abrió camino para garantizar en el continente la aplicación de las políticas económicas y acallar los reclamos de justicia social y el libre ejercicio de la oposición, sin la cual la democracia es inconcebible. Curiosamente, Colombia había vivido el fenómeno de una dictadura militar casi accidental que, impuesta a mediados de los años cincuenta por una coalición de los partidos tradicionales como una suerte de ensayo de lo que sería el Frente Nacional, se fue desviando de su propósito inicial cuando el dictador, general Gustavo Rojas Pinilla, comprendió que el Estado, hecho para defender determinados privilegios desde siempre, podía servir a otros fines. Allí se dio una curiosa amalgama de obras benéficas para el pueblo y aprovechamiento del poder para beneficio propio que, por supuesto, provocó una rápida reacción de la clase política que había sido la inspiradora del experimento. No sobra recordar que las principales obras de modernización que emprendió Colombia a mediados de siglo fueron fruto de esa pauta casi involuntaria en la mezquina dominación de las élites, y que en una atmósfera tan enrarecida por el egoísmo de los poderosos ni siquiera el ejército resultó un aliado seguro. A tal punto el general se les salió de las manos, que diez años después fue el protagonista de una aventura electoral que puso en peligro la dominación bipartidista, y obligó al democrático gobierno del Frente Nacional a modificar a última hora los resultados electorales, con cifras llegadas de remotas provincias. También en tiempos de Gaitán se había dado el fenómeno de que la policía, compuesta por gentes del pueblo, terminara volviéndose gaitanista, para desconsuelo de los dueños del poder. Estas experiencias despertaron una gran desconfianza de los poderosos en la iniciativa de sus fuerzas armadas, y con gran inteligencia se procuró que los jefes militares amasaran grandes fortunas, manejaran inmensos presupuestos, tuvieran el control de la ciudadanía y aun de la justicia, y gozaran de excesivos privilegios, pero no se les soltó el timón del Estado ni siquiera en los tiempos en que Colombia era una de las poquísimas barcas con apariencia democrática en un océano de sables.
Esos 20 años de Frente Nacional trajeron algunos de los males mayores de la sociedad colombiana actual, males que se sumaron a los muchos que ya arrastrábamos desde los viejos tiempos, para conformar el cuadro de impotencia y de desesperación que ahora tenemos ante los ojos. Como se prohibió toda oposición legal, cosa que sólo puede ocurrir en las dictaduras más cerriles, surgió y se fortaleció la oposición ilegal, la oposición armada, que ha crecido hasta ser dueña de la mitad del país. Durante mucho tiempo los ideólogos del poder explicaron la existencia de las guerrillas como un producto de la infiltración de ideologías foráneas, en particular del movimiento comunista internacional. Lo explicaban así a pesar de saber que en Colombia, como lo ha dicho Hobsbawm, siempre hubo en los campos hombres en armas y es una tradición la práctica de la rebelión focalizada en pequeña escala y el bandidaje rural. Pero muchas de las guerrillas colombianas no fueron en rigor comunistas, o sólo se revistieron de ese ropaje mientras duró el auge mundial de aquella ideología, y en cambio todos hemos podido comprobar que el acallamiento del discurso castrista y la caída abrumadora de la Unión Soviética y la gradual incorporación de la China a la economía de mercado no sólo no precipitaron el fin de la guerrilla colombiana sino que fueron simultáneos con su auge inusitado en nuestro territorio. A pesar de su bandidaje y de su falta de comunicación con la sociedad, la guerrilla no es un caso de policía, no es un problema militar sino un problema político y por ello salta a la vista que cuanto más se la combate y cuanto más se invierte dinero en recursos militares contra ella, más fuerte se hace. ¿Quién ignora que el campo colombiano está arruinado? ¿Que el país no les ofrece ninguna alternativa, ningún futuro, a los habitantes del campo? ¿Con qué cara nos viene a decir este Estado que los campesinos no tienen motivos para rebelarse, cuando hasta los profesionales en Colombia tienen que meterse a taxistas, y todo reclamo, por justo que sea, está prohibido en la práctica? Prohibamos en Francia los reclamos de la ciudadanía, el derecho a la indignación, y el derecho soberano de los trabajadores franceses a hacer temblar a sus instituciones, y no sólo harán guerrillas sino otra Revolución Cortacabezas, porque en Francia sí saben que ser ciudadano es fundamentalmente no dejarse pisotear de nadie, y menos si es uno el que les paga el sueldo. Yo sostengo que es el Estado colombiano imperante, con su ineficiencia y su irrespeto por los reclamos de la ciudadanía, el que fuerza a los campesinos a adherir a esos movimientos armados que no tienen ningún futuro, pero que por lo menos tienen presente.
El Frente Nacional cerró además el acceso a la riqueza para las clases medias emprendedoras, y éstas se vieron empujadas por ello hacia actividades ilícitas como el contrabando y el narcotráfico, ya que si una sociedad niega las posibilidades legales en el marco de la democracia económica, quienes aspiran a la riqueza sólo tienen el camino de la ilegalidad. Cierto rey babilonio, en un relato de Voltaire, consulta desesperado al oráculo porque su hija la princesa se ha fugado con un vagabundo, y el oráculo le responde con estas palabras: "Cuando uno no casa a las muchachas, majestad, las muchachas se casan solas". Fue esto lo que ocurrió en Colombia desde comienzos de los años setenta. La vieja ideología señorial había impuesto aquí la absurda lógica de que cualquier concesión a los pobres es un escándalo. Para ser rico, la única condición era haber tenido la precaución de serlo desde la cuna, y todo lo demás era pretensión descabellada y ridícula. Ello es aún más extraño si pensamos que nuestra clase dirigente, por una voltereta tramposa, abandonó la vieja teoría medieval de la nobleza de sangre y fingió adoptar los principios de la democracia liberal debidos a la Revolución francesa. Todo ello era muy bien visto en la letra, pero que la servidumbre no buscara propasarse, ni intentar escenas bochornosas. Es muy difícil sostener una sociedad señorial, racista, excluyente y mezquina, en la que sobreviven términos como "gente bien", "gente de buena familia", y al mismo tiempo barnizarla con un discurso liberal aureolado por la pretensión de que todos son iguales ante la ley y viven bajo el imperio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La gente terminará creyendo que de verdad tiene derechos y hasta puede intentar hacerlos valer. Y ello se agrava si el modelo económico expone a las gentes al discurso de las metrópolis, pues lentamente empezarán a percibir que el modelo que se les predica se parece muy poco al que se les ofrece.
Allá al norte estaban los Estados Unidos, con su respeto por el ciudadano, su igualdad de derechos, sus salarios decentes, sus oportunidades de empleo y consumo; y aquí vivíamos en una disparatada sociedad de consumo en la cual hasta las clases medias tenían que pensarlo muchas veces para comprar lo que veían en las vitrinas. Se puede jugar así con la gente, pero no con toda. Tarde o temprano alguien sentirá que le están haciendo trampa en el juego y descubrirá que él también puede hacer trampa. Ya se sabe que la única pedagogía es la pedagogía del ejemplo, y un Estado no puede exigir que se respete la ley si él mismo no la respeta. Gobernar en función de unos cuantos privilegiados, saquear el tesoro público, abusar de la autoridad, es violar la ley de manera grave, y puede generar en la conciencia de algunos la sensación de que si los encargados de aplicarla violan la ley, no puede ser tan grave que la violen los particulares. Pero se da además el caso de que el discurso público de la sociedad industrial, es decir, la publicidad, pregona en todos los tonos posibles que la única condición digna de admiración y de respeto es la riqueza. Los mensajes de autos y perfumes y cigarrillos y tarjetas de crédito exhiben esa refinada vulgaridad como la condición necesaria de todo éxito y de toda felicidad. Y el pobre espectador descubre que le están vendiendo el suplicio de Tántalo; que, ávido por ser rico para obedecer las órdenes melodiosas de los medios y para merecer el respeto de su condición humana, la sociedad no se lo permite porque está organizada para impedir toda promoción, para perpetuar a los ricos en su riqueza y dejar que los pobres se mueran a las puertas de los hospitales. Y descubre además que los únicos en el vasto mundo que parecen tener la obligación de mostrarse ejemplares y virtuosos son los que están condenados a vivir en las sentinas, a padecer como buenos pobres los laberintos de la burocracia y los tacones de la ley en la nuca. Realmente no se me hace extraño que en una situación como esa, algún hombre sea víctima de malos pensamientos y empiece a fantasear con fortunas menos virtuosas pero más posibles.
Si el Estado no le brinda garantías al ciudadano, ¿cómo puede reprocharle que recurra a métodos irregulares para garantizar la subsistencia? El Frente Nacional excluyó a las gentes humildes, y hemos visto crecer de un modo colosal la miseria material y moral del país. Cuando el Estado se esfuerza por hacer cosas en beneficio de los pobres, todo lo hace de un modo limosnero y exterior, porque los pobres no están representados en el Estado, y éste procura malamente mitigar las condiciones de pobreza, pero no es una instancia comprometida con soluciones reales para esa población. Y no se trata de una minoría importante: se trata, según dicen las cifras, de la mitad de la población nacional. Uno se pregunta: ¿En función de quién gobierna el Estado si su primera prioridad no es el problema de la pobreza, a través de la cual la sociedad entera se ha precipitado en el caos? De esa gigantesca masa de seres humanos desterrados, excluidos, de esa infrahumanidad, muchos se han visto forzados a la delincuencia. Hoy la principal fuente de delitos en la sociedad colombiana es la delincuencia común; no la delincuencia guerrillera ni la delincuencia del narcotráfico sino la delincuencia común, hija de la ignorancia, del resentimiento, de la pobreza, de las condiciones infrahumanas de vida y, por supuesto, fortalecida y perpetuada por la impunidad.
Aún sin realizar los cambios que Colombia requiere con urgencia para llegar a ser el país digno que queremos, aún sin esa gran revolución de la dignidad, contra la miseria y contra la exclusión, sería un avance que el Estado curara las tres gravísimas heridas que le infligió a la sociedad con el esquema del Frente Nacional: la prohibición de una oposición legal, la falta de democracia económica, la falta de un verdadero compromiso con las clases más pobres. Sólo una oposición legal verdaderamente actuante y eficaz puede hacer inútil e injustificada la dañina oposición armada, con su capacidad de extorsión y de terrorismo. Sólo el acceso a la iniciativa económica y a la promoción social puede permitir que se supere la terrible situación de las clases medias, día a día forzadas a persistir en la nada fácil acumulación de riquezas ilegales. Sólo una política encaminada a la capitalización de los pobres, a garantizarles condiciones de dignidad y niveles decorosos de vida, sólo su acceso a una relación viva con el lenguaje y la cultura, puede disminuir considerablemente los niveles de criminalidad y de delincuencia común en Colombia. La guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común no pueden ser conjurados con meras soluciones policivas, su desaparición no depende de una costosísima política de guerra. La guerra puede servir para justificar presupuestos gigantescos, pero no para alcanzar la reconciliación ni la superación efectiva de esos conflictos. El caso de la sociedad colombiana en los últimos 50 años es el caso de un Estado criminal que criminalizó al país.
Porque la consecuencia principal del Frente Nacional es que, abolida toda oposición, toda vigilancia ciudadana, el Estado se convirtió en un nido de corrupciones, en una madriguera de apetitos sin control entre dos partidos cómplices que no admitieron fiscalización alguna. Por un camino muy distinto, curiosamente, México llegó a una situación semejante. Así como allá la existencia de un solo partido, sin oposición posible, fue corrompiendo al Estado hasta convertirlo en un nido de burócratas sin entrañas y de ambiciosos sin escrúpulos, así también nuestra dictadura de un solo partido (con dos cabezas y con dos colores) convirtió al Estado en una eficiente mole de corrupción, continuamente enfrentada consigo misma, a la que ningún presupuesto le alcanza, donde cada pequeño funcionario manipula la ley a su antojo con toda impunidad, y donde una vasta red de compadres y amigos parásita del caos y exprime a todo el que cae en sus manos. Desde las más altas hasta las más bajas esferas el tráfico de influencias es la norma.
Ahora bien, ¿puede esta larga enumeración de causas explicar por qué nuestra sociedad es incapaz de reaccionar y de modificar una situación que se ha vuelto intolerable? "Ser maltratado no es un mérito", dijo Bernard Shaw a un visitante que le enumeraba sus males. He referido los precedentes de nuestra situación, pero el propósito de estas páginas es pensar en el porvenir y atrever reflexiones sobre la Nueva República, como la llamaba Gaitán, que estamos en el deber de construir. Una república capaz de superar una larga historia de negligencias y de crímenes, capaz de ofrecer al mundo algo mejor que un recurrente memorial de agravios. El Proyecto Nacional tantas veces postergado tiene que volver a alzarse, hasta que la cordura y la nobleza de corazón se impongan en el mismo escenario donde hoy persisten los negadores del país y los destructores de su esperanza. "Todo recuerdo es triste y todo presentimiento es alegre", dijo Novalis. El más inmediato deber de Colombia es presentir ese futuro y adueñarse de él con pasión y con convicción. Las viejas castas dominantes se han destituido a sí mismas, se han hecho indignas de respeto y no creo que merezcan un lugar en la historia. Es hora de que nos preguntemos cuál es nuestro lugar, cuál es nuestro papel y nuestro destino.
En todo este tiempo se han visto crecer la pasividad ciudadana, la indiferencia y el miedo. Pero en los últimos 50 años también se vieron grandes procesos de iniciativa social, de lucha por los derechos de la comunidad, expresiones orgullosas y dignas. ¿Qué fue del movimiento sindical colombiano? ¿Qué fue de los valerosos reclamos de los campesinos? ¿Qué fue de las movilizaciones de los estudiantes? Estremece pensar que mientras en todo país democrático el derecho al reclamo, la indignación, y la resistencia a la opresión son pilares de la vida social, aquí toda indignación popular es causa de feroces persecuciones. Impedido en la práctica el acceso legal a la riqueza, todo enriquecimiento es ilícito, así como toda resistencia y todo reclamo son automáticamente ilegales. Estamos hablando de tiempos innobles. Una cosa es lanzarse a las calles, como en Francia, sabiendo que el Estado respeta a la población y responde por su legitimidad, sabiendo que si la fuerza oficial fuera utilizada ilegalmente contra el pueblo sería severamente sancionada, y otra salir a las calles a reclamar sabiendo que después de las marchas pacíficas, cuando los manifestantes dispersos vuelven solos a sus hogares, hay desapariciones silenciosas y ejecuciones anónimas.
Un pueblo incapaz de darle la cara a los males se merece su postración y su angustia. Pero cuando uno se pregunta dónde están los que protestaron, los que se rebelaron, los que exigieron, los que se creyeron con derecho a reclamar un país más justo, más respetuoso, el pensamiento se ensombrece. Los héroes están en los cementerios, nos dice una voz al oído. Y entonces recordamos aquella pieza teatral en la que un personaje exclama: "¡Desgraciado el país que no tiene héroes!", y otro le responde: "¡No, desgraciado el país que los necesita!".
Colombia ha tenido ya muchos héroes, pero lo triste es que los necesita, porque siendo evidente la injusticia, siendo evidente el monstruoso contraste entre los que tienen mucho y los que no tienen nada, siendo evidentes la corrupción y el delito, el increíble exterminio de todo un partido político de oposición, las calles populosas de indigentes que bandas de muchachos ricos salen a asesinar en la noche, siendo evidente el abandono de los campos, la quiebra de las empresas nacionales en nombre de la modernización, siendo evidente que la mitad del país no parece merecer respeto ni futuro, decirlo es ilegal y combatirlo puede ser mortal. Los dueños del poder en Colombia parecen dispuestos a sacrificar lo que sea con tal de conservar sus privilegios. No les tembló la mano para hacer que el viejo país campesino se desgarrara a sí mismo en un conflicto que ellos habrían podido impedir con un poco de conciencia patriótica, de generosidad y de previsión. El surgimiento de las guerrillas comunistas a comienzos de los años sesenta los hizo pensar que cualquier concesión significaría sacrificar sus riquezas, y la guerra a muerte contra la izquierda revolucionaria fue desde entonces la única consigna de los gobiernos y de los orientadores de la opinión pública. La ideología comunista puso a toda una generación de jóvenes a pensar que se trataba de derribar violentamente a las élites para transformar a la sociedad en una dictadura a la manera soviética o cubana, y subordinó los esfuerzos de transformación de la sociedad a la repetición de esas fórmulas con las cuales la sociedad rusa pasó de la autocracia zarista a la dictadura estatista de José Stalin. Ello impidió que nuestro país pudiera seguir el camino que le había trazado sabiamente Gaitán, la búsqueda de un destino propio que consultara su naturaleza, su singularidad, su riqueza de matices y de culturas. Las sectas comunistas se alimentaron aquí de la vieja tradición escolástica, parasitaria, dependiente, y también cuando buscaba soluciones a su drama Colombia persistió en el culto dogmático de modelos ilustres y de fórmulas prestadas.
Es innegable nuestra pertenencia al orden mental europeo. Un país cuya lengua es hija del latín y del griego; que ha profesado por siglos una religión de origen hebreo, griego y romano; que se ha propuesto el modelo democrático debido a la Revolución francesa y que se reclama defensor de la Declaración de los Derechos del Hombre; una sociedad que se ha formado instituciones siguiendo el modelo liberal europeo, no puede pretender encontrar soluciones ignorando esa tradición. La democracia sigue siendo para nosotros una promesa y aún necesitamos en Colombia una crítica lúcida, vigorosa, implacable, de las iniquidades del poder imperante, como la que emprendió Voltaire en su día, y una propuesta seria de sensatez, de lógica, de generosidad y de valor civil. Lo que requerimos es comprender que una cosa es ser hijos de Europa y otra confundirnos con ella, cuando pertenecemos a un territorio tan distinto, cuando les debemos respeto profundo a los viejos padres que poblaron este territorio por siglos y de los cuales también descendemos, cuando sabemos que la diversidad de nuestra composición natural, étnica y cultural es un privilegio, y no permite la arbitraria imposición de un solo modelo, de una sola verdad, de una sola estética. Ningún país podrá construir jamás un orden social justo y equilibrado si no es capaz de reconocerse a sí mismo y de diseñar su proyecto económico, político y cultural a partir de esa conciencia de sus posibilidades y sus limitaciones.
Un chiste común dice que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los intelectuales quieren ser franceses, la clase media quiere ser norteamericana y los pobres quieren ser mexicanos. Después de siglos de un esfuerzo vergonzoso y esnob por fingir ser lo que no somos, es urgente descubrir qué es Colombia; que surja entre nosotros un pensamiento, una interpretación de nosotros mismos, una alternativa de orden social, de desarrollo, un sueño que se parezca a lo que somos. El principal enemigo de ese sueño es el paradójico clamor de los defensores del caos existente que pretenden negar el charco de sangre en que vivimos y el absoluto fracaso de este modelo en su deber de brindar, ya que no felicidad, siquiera mínima dignidad a la población. Esos incomprensibles que editorial tras editorial nos muestran cuatro cifras abstractas de prosperidad para demostrarnos que vivimos en el paraíso. ¿Quién negará que muchos viven en condiciones de opulencia difíciles de imaginar? ¿Quién negará que los que se esfuerzan por acallar la insatisfacción y la indignación de los colombianos conscientes, tienen razones sobradas para defender lo que existe? Si algo no podemos proponernos es convencer a tres millones de personas que viven espléndidamente de que el país está mal. Muros fortificados y puertas con claves electrónicas y ejércitos privados de guardianes y de mastines casi los autorizan a decir que este es un país seguro. Y tampoco podemos hacer que los cinco millones que se desvelan luchando por acceder a ese círculo exquisito acepten que el modelo social excluyente ha fracasado, aunque cada día sientan más cerca las lenguas del caos. Altos ingresos y cartas de crédito y clubes y lujosos centros comerciales donde se puede vivir por un rato como en Nueva York, y a donde no llega todavía la violencia de los miserables y la brutalidad de las mafias les garantizan la conveniencia del modelo. No se preguntan por qué las gentes acomodadas de otros países no tienen que conformarse con pequeños guetos residenciales y comerciales sino que pueden andar por sus ciudades y por sus campos disfrutando plenamente del mundo. Se han resignado a vivir tras los muros y no ignoran que algo está podrido en el mundo que tan celosamente defienden.
Pero gradualmente el país se ha hecho inhóspito y difícil aun para los que siempre se lucraron de él; la postergación de las reformas y la renuncia al Proyecto Nacional han vulnerado tanto a la población, que ya hasta los dueños del poder se quejan del país que hicieron. Existen hoy en el territorio más de 400 personas secuestradas, y los presentadores de noticias nos despiertan en las mañanas a la pesadilla de recordar que vivimos en un país sitiado por guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, autodefensas, milicias populares y delincuentes comunes. Los dueños del país tienen que sentir alarma ante esto que no han sabido evitar con su poder. Esos millones y millones de pesos que nunca fueron capaces de invertir en evitar los males de la pobreza, los tienen que gastar en armas para reprimir a los hijos del resentimiento y de la miseria. Como es su costumbre, olvidan que ellos tuvieron siempre el derecho y el poder de hacer y deshacer a su antojo, y acusan al pueblo de ser el causante del caos. Leemos en los grandes diarios, cuyo esfuerzo persistente por disimular el horror y cuya renuncia culpable a ser la conciencia crítica de la sociedad han sido por décadas el sedante de la opinión pública, que el país ha perdido sus valores, que se han deteriorado la moral y las buenas costumbres. Pero, como decía Bernard Shaw, hay momentos en que el pueblo no necesita más moral sino más dinero. Tener con qué comer no garantiza que alguien se porte bien, pero no tenerlo francamente exige que uno se porte mal. Los responsables del drama empiezan a exigir que sean las víctimas quienes arreglen lo que la codicia ha dañado, exactamente a la manera como ahora los fabricantes de basuras no biodegradables proponen que en vez de ellos detener la producción, los pueblos realicen periódicas cruzadas de limpieza por campos, playas y ríos del planeta. La vieja estrategia consiste en privatizar bien las ganancias, y socializar vastamente las pérdidas.
A veces admiten que las cosas están mal, pero inmediatamente les indigna que se pretenda buscar responsables. ¿Por qué buscar un culpable?, se preguntan. ¿Por qué no asumir que la historia nos ha traído a esto y que ahora lo tenemos que resolver entre todos? La verdad es que la corrección de los males exige descubrir dónde están las causas, ya que todo proyecto histórico que pretenda erradicar los males sin conocer su fuente está condenado al fracaso. Nuestro insensato modelo mental es en eso de una siniestra comicidad. El mejor crítico de ese modelo, Estanislao Zuleta, solía decir que no hay que confundir las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles. "Por ejemplo -decía-, si a uno le cuentan que alguien se suicidó arrojándose de un octavo piso, y le preguntan cuál fue la causa de esa muerte, uno no responde que la ley de la gravedad". Pues bien, en Colombia continuamente confundimos las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles. Si un par de sicarios asesina a alguien desde una moto, al día siguiente prohibimos las motos. De la misma manera, confundimos las causas con los efectos, creemos que alterando los efectos corregimos las causas. La delincuencia común generalizada es hija de la miseria y de la exclusión, pero siempre hay alguien interesado en acabar con la delincuencia sin alterar para nada esas condiciones de injusticia. El narcotráfico es fruto de una situación en la cual el trabajo honrado no permite siquiera sobrevivir, mientras el trabajo ilegal es pagado copiosamente por un imperio opulento. Siempre hay alguien que quiere disipar el efecto sin modificar para nada la causa. La proliferación de vendedores ambulantes es fruto de la falta de alternativas formales de supervivencia. Siempre hay alguien que cree que la solución es echarles la policía o encerrarlos en sótanos donde no puedan competir. Y es tan grave la miseria mental de algunos, que se llega a pensar seriamente que la causa de la pobreza es que haya pobres, y que por lo tanto la solución es acabar con ellos, eso sí, a medianoche y en la oscuridad.
Curiosamente, ahí sí hay culpables. Quienes se empeñan todo el día en negar que la responsabilidad de los males sociales le pueda ser imputada a los privilegiados (los únicos que tuvieron en sus manos la posibilidad de humanizar un poco el modelo), siempre están dispuestos a vociferar que la culpa de la pobreza está en los pobres, la culpa de la delincuencia en los delincuentes y la culpa de los sicarios en las motos que los llevan a cumplir sus crímenes. Y no aceptarán nunca que si una sociedad tiene 35 millones de habitantes y toda su riqueza está en manos de cinco, los otros 30 han sido expropiados. Está bien, así es la vida. Pero si esos cinco que son dueños de todo no se esfuerzan por garantizar que su sociedad sea mínimamente viable para los otros, y se encierran en un egoísmo enfermizo y fascista, ¿con qué derecho podrán protestar cuando les llegue el turno de ser expropiados, en la hora inmisericorde de los resentidos y de sus machetes? Mi humilde opinión, pero hay quienes aseguran que no es así, es que esa hora espantosa está más cerca de lo que muchos imaginan, y que, como diría Shakespeare, el egoísmo está afilando un cuchillo destinado a su propio cuello. El mal está andando, nadie hace nada por detenerlo, Colombia tiene cada año más crímenes que el anterior, más secuestros, más extorsiones, más corrupción, más desigualdad, y las voces oficiales parecen estar de acuerdo en que, si alguien está insatisfecho, pues que se encargue de arreglar las cosas.
Tal vez tienen razón. Tal vez ha llegado el momento en que sean las comunidades, y no los causantes del mal, quienes se apliquen a la tarea de resolverlo. Incluso, tal vez ha llegado el momento en que, a pesar de estos largos y necesarios análisis de las causas de nuestra crisis, la sociedad deba asumirse como responsable de lo que ocurre y emprender la tarea de cambiarlo. Hasta ahora, la aceptación de que había una clase dirigente, conocedora de los rumbos de la nación, capaz de diseñar las políticas económicas, los modelos de desarrollo, los planes culturales, ha permitido que la sociedad se adormeciera en la indiferencia o asumiera el papel igualmente lastimoso de reclamar soluciones o recibir limosnas. Pero demostrado el catastrófico fracaso de esas élites, de sus partidos y de sus discursos, ¿no debe la sociedad asumir que su deber es dar soluciones en lugar de estar reclamándolas o implorándolas? Cada ciudadano debe ser capaz de decirse a sí mismo: "Lo que yo no resuelva, no tengo derecho a esperar que otro lo resuelva por mí". Y asumir en consecuencia que el mero reclamo y la mera petición son maneras tan sumisas de estar en el mundo como la indiferencia o el silencio cobarde. ¿No estará llegando la hora de no pedir ni esperar nada, de construir un modelo distinto? ¿No estará empezando a tener su sentido y su función la propuesta de desobediencia civil que Thoreau razonó hace un siglo y medio? ¿Supone esto abandonar al Estado en manos de los políticos corruptos, la economía en manos del mercado mundial, las calles en manos del hampa?
Ante esto hay varias alternativas. O uno acepta al Estado, cree en su legitimidad, y en esa medida confía en él, respeta sus reglas, participa en elecciones, sostiene en ese marco sus puntos de vista y lucha por imponerlos; o uno no acepta la legitimidad del Estado, se organiza por fuera de él o contra él, y lucha por la instauración de un Estado en el que pueda creer y confiar; o uno no cree en la validez de ningún Estado, y se organiza para sobrevivir en la selva del mundo sin dar por supuesto un contrato social y unas normas de convivencia. Yo sinceramente no creo que la sociedad colombiana pueda sobrevivir en su diversidad y su complejidad, con expectativas de una vida digna, en el ámbito del Estado actual, con sus supuestos mezquinos, su mole burocrática, su legalismo irresponsable y su corrupción; y a la vez no creo que podamos renunciar a la existencia de un Estado que mínimamente reglamente la convivencia social y garantice condiciones para la iniciativa privada, la regulación económica, la aplicación de la ley, la primacía del interés común sobre los intereses privados, la protección del ámbito inviolable de la libertad individual.
¿Qué hace que nuestra sociedad no reaccione? Tal vez lo mismo que hizo que dos hombres del pueblo alzaran sus hachas contra Rafael Uribe Uribe, que un hombre del pueblo asesinara a Jorge Eliécer Gaitán, que durante la Violencia los pobres del partido azul fueran enemigos de los pobres del partido rojo y se degollaran por el color del pañuelo. Lo que nos paraliza es que en nuestra sociedad siempre imperó un solo lenguaje, el que Gaitán intentó erradicar del alma del pueblo, ese discurso excluyente y señorial que repite que unos cuantos son legítimamente dueños y voceros del país, y que todos los demás son la turba insignificante, la chusma. Es el discurso disociador que excluye a todo lo que no forme parte del círculo de privilegios. El discurso económico que pretende que la situación del país se mide por las cifras de la inflación, del crecimiento económico, del producto interno bruto o de la tasa de cambio, y no por las verdaderas condiciones de vida de los individuos concretos. El discurso que sigue sosteniendo, como durante los dos siglos previos, que los únicos modelos válidos son los que nos dictan las metrópolis, y que no tenemos derecho a proponer alternativas, porque nuestro deber es ser dóciles réplicas de lo que inventan otros. Ese discurso ha remplazado la realidad de hambre y de sangre por un espectro de cifras, sondeos y promedios. Ese discurso se autoproclama feliz porque este fin de año hubo 297 crímenes "y no 302 como el año pasado". Ese discurso nos repite sin fin que vivimos en el mejor de los mundos, que Colombia es una de las democracias más perfectas que existen. Ciertos periódicos están concebidos para hacernos sentir que todo está bien, que la economía es pujante, que el crecimiento económico fue considerable, que las autoridades reportan normalidad, que Colombia es un país de seres abnegados pero felices, que le hacen frente a la inexplicable adversidad con optimismo y con fe en el futuro, y que en realidad nuestros males consisten en que hay unos cuantos bandidos de los que ya se encargará la policía. Se considera alarmismo decir que en Bogotá la gente tiene miedo de subirse en los buses ante la posibilidad de un atraco, que nadie quiere salir de noche a las calles porque la ciudadanía perdió el derecho a los espacios públicos, que tener auto es tan peligroso como andar a pie por los callejones, que todos los días oímos historias de familias que han sido saqueadas y amordazadas por el hampa en condiciones extremas de impunidad, que hay personas trabajando turnos de 24 horas por el salario mínimo, que hay capitales de departamento sin agua potable, que nadie se siente convocado por un proyecto de sociedad, que los jóvenes se aturden por gozar el presente sin preguntas y sin pensamientos porque nadie cree en el futuro, salvo cuatro caballeros de industria y sus voceros en los medios de comunicación. Éstos tienen que esforzarse por combinar la información objetiva, a menudo escabrosa, con espectáculos entretenidos que atenúen el efecto desolador del verdadero país que nos cerca y para el que nadie parece tener soluciones; y hemos llegado al extremo de que ver cosas alarmantes es pesimismo; el optimismo consiste en decir por obligación que todo va bien e irá mejor, y mencionar los males se ha vuelto más censurable que los males mismos.
Es urgente decirle adiós en Colombia al doble partido liberal conservador, cuyas dos cabezas siempre están en desacuerdo en las minucias mezquinas del reparto y siempre de acuerdo en la lógica general de la ambición y del saqueo. Después de haber arruinado al país, siguen barajando los nombres de las mediocridades que nos gobernarán en el próximo siglo. No construyeron una nación, una industria, una cultura, un arte, una ciencia, una filosofía: hasta los bellos ejemplos de su arquitectura los demolieron ellos mismos por codicia, para vender los lotes al mejor postor; gastaron su momento histórico en simulacros estériles y despreciaron todo lo grande que Colombia tenía para ofrecerle al mundo. Nos convirtieron en un pobre país subalterno de ganapanes y de imitadores, pero algo profundo y sagrado impidió que ese proceso fuera completo: tal vez este territorio cuya riqueza natural sigue pasmando a los visitantes, esta riqueza cultural criolla y auténtica que cada vez se hace más importante y más vigorosa. Debemos extraer nuestra poesía del futuro, pero sin olvidar que, como dice García Márquez, y como pensaba Gaitán, uno no es de donde le llegan las modas, sino de donde tiene sembradas las tumbas. Esas generaciones colombianas que hicieron de éste un suelo mestizo y mulato, un suelo criollo, donde debemos buscar nuestra manera de ser, la cara de Colombia que el mundo aprenderá a respetar y a querer.
Pero ese país nuevo no es un mero sueño proyectado al inasible futuro sino una realidad que se ha ido construyendo por años y años. Esa Nueva República está viva en miles y miles de esfuerzos que interpretan de otro modo el país, que abren canales de expresión para la inmensa franja de colombianos excluidos por la miseria moral de las clases dirigentes. Ninguno de los grandes sueños patrióticos, ninguno de los componentes del presentido Proyecto Nacional podrá ser olvidado por el país nuevo que nace sobre las ruinas del bipartidismo faccioso y de su Estado delincuente.
Ahí están, vivas, 60 naciones indígenas con sus mitologías, sus lenguas, sus filosofías trascendentales de respeto por la naturaleza y de armonía con el universo natural, con sus músicas, sus danzas, sus indumentarias, sus ornamentos, sus rituales, sus sabidurías ancestrales, su medicina y su magia, sus artes y sus artesanías. Ahí está la epopeya admirable de don Juan de Castellanos, quien nos narró minuciosamente el proceso de la conquista de la Nueva Granada, una obra llena de información sobre nuestros mayores de distintas razas y culturas; una de las poquísimas obras poéticas de nuestra tradición que nombra el territorio con admiración y con reverencia, una de las pocas en que existen los pueblos nativos, con su complejidad, su violencia y su heroísmo. Ahí está el ejemplo desafiante de la Expedición Botánica, la memoria de sus naturalistas y sus pintores, lo mismo que un tramo memorable de la Expedición de Aimé Bonpland y de Alexander von Humboldt. Ahí está el ejemplo de próceres como José María Carbonell, que realmente creyeron en la posibilidad de una autonomía política y en una independencia espiritual del poder opresivo de las metrópolis. Ahí están los ejemplos de José Hilario López, de Tomás Cipriano de Mosquera, y de todos aquellos, muchos pertenecientes a las clases dirigentes tradicionales, que creyeron en el país y procuraron su grandeza con verdadero amor por el territorio y verdadero respeto por su gente. Ahí está el ejemplo de la Comisión Corográfica; el doble viaje físico y literario de Jorge Isaacs descubriendo la riqueza y la belleza de los trópicos americanos; el pensamiento de Rafael Uribe Uribe y los viajes exploratorios de Rafael Reyes. Ahí está la sorprendente aventura lingüística de Rufino José Cuervo y la notable labor crítica de Baldomero Sanín Cano. Ahí están la saga fundadora de los antioqueños, la saga de los ferrocarriles, el sueño de una economía nacional que desde los años veinte nos propuso un destino distinto; la aventura legendaria de la navegación por el Magdalena; la aventura mental y verbal de José Eustasio Rivera explorando el Casanare y la selva, y denunciando el infierno de las caucherías. Ahí está la obra de Porfirio Barba Jacob, su vida de rebelde, de aventurero, de soñador, y de hombre continental; el respetable proyecto liberal de Alfonso López Pumarejo y su Revolución en Marcha; el ejemplo ciudadano, la misteriosa elocuencia y el lúcido ideario político del más grande dirigente del siglo, Jorge Eliécer Gaitán. Ahí están la combatividad y la integridad de María Cano y de Ignacio Torres Giraldo; la lucha de los mártires de las bananeras; la Biblioteca Aldeana de Daniel Samper Ortega, y su generoso proyecto intelectual. Ahí está la obra lúcida, original, audaz, y profundamente comprometida con el país, del maestro Fernando González. Ahí está el ejemplo de los grandes líderes populares del MRL, el ejemplo de Alfonso Barberena luchando en las barriadas por las muchedumbres que llegaban huyendo de la Violencia. Ahí está la obra de Gabriel García Márquez, que hizo que Colombia ingresara en las letras universales; y ahí está la poesía edénica de Aurelio Arturo. Ahí están los grandes movimientos obreros de los años sesenta, el movimiento estético impulsado por Marta Traba, y el gran esfuerzo intelectual impulsado por Jorge Gaitán Durán y la revista Mito. Ahí está el ejemplo generoso de Camilo Torres Restrepo, capaz de dar todo por sus convicciones. Ahí está el Nadaísmo, expresión de la rebeldía juvenil en una década inolvidable, renovador del lenguaje literario y conciencia crítica de su tiempo. Ahí esté el largo y enriquecedor esfuerzo cultural de la revista Eco por mantener vivos los vínculos entre nuestra cultura y la gran tradición occidental. Ahí está el esfuerzo de Luis Carlos Galán por dignificar la política. Ahí está la música popular de Carlos Vieco y de Tartarín Moreira, de Guillermo Buitrago y de Lucho Bermúdez, de José A. Morales y de Jorge Villamil, del inspirado maestro José Barros y de Carlos Washington Andrade, de Crescencio Salcedo y de los juglares vallenatos. Ahí está la intensa y paciente labor filosófica de Danilo Cruz Vélez; y el genio reflexivo y la pedagogía estética de Estanislao Zuleta, que abrió nuestro pensamiento a los horizontes de la modernidad.
Es grande el trabajo que se ha hecho y grande el que resta por hacer, pero es posible que Colombia, sin saberlo muy bien, sin decírselo siquiera a sí misma, haya emprendido hace ya tiempo la tarea de propiciar una transformación que no pueda ser frustrada por las balas de la codicia. Sus mayorías renunciaron hace mucho a la fe en los líderes y en los partidos, pero importantes sectores de la población, apartándose del mundillo prepotente y antinacional que nos gobernó, se han dedicado a la labor fecunda y duradera de reconocerse en el país y de construir un proyecto que no pueda ser socavado por la difamación ni por el crimen. Ha venido creciendo una conciencia distinta que no puede situarse ni acallarse, porque está en todas partes. Está en la labor admirable y generosa de Gerardo Reichel-Dolmatoff, quien nos reveló los mundos asombrosos de misterio y de sabiduría de los pueblos indígenas a los que nuestra cultura oficial había considerado siempre salvajes y primitivos. Está en la labor persistente de antropólogos y sociólogos, de biólogos e ingenieros, de médicos e investigadores que, como los miembros de la vieja Expedición Botánica, no ignoran las implicaciones políticas de su labor, no ignoran que su esfuerzo es parte de la búsqueda de un destino mejor para Colombia. Está en la creciente labor de escritores y artistas, de filósofos y psicólogos, de historiadores y arquitectos, de científicos y técnicos cuya silenciosa rebelión está en la voluntad de construir un saber que se deba a nosotros y que resuelva problemas de nuestra realidad. Al lado del país de los privilegios, del Estado corrupto y de sus políticos, al lado de las violencias guerrilleras y estatales, de la mafia y del hampa, al lado de las torturas y las ejecuciones sumarias, de las masacres políticas y de los cinismos electorales, ha ido creciendo ese otro país al que ya no engañan los poderes económicos egoístas y sus voceros en los medios de comunicación. De ese país indignado pero responsable y creador, de ese país que no es noticia, debe salir el futuro que Colombia merece.
Pero ese país en formación aún no está integrado en un Proyecto Nacional. Sus esfuerzos crecieron aislados, y por eso la nación donde se gesta la rebelión civilizadora, llamada a cambiar por fin los protagonistas de la historia colombiana, todavía produce la sensación de ser sólo un dilatado desastre en cine mudo. Todavía ese pensamiento plural no se ha cohesionado en un lenguaje que nos permita entrar en diálogo creador unos con otros. Aún impera el lenguaje receloso, faccioso y excluyente que nos enseñaron, pero en incontables ciudadanos existe ya la semilla de esa Nueva República, unida en su complejidad étnica y cultural, y a la vez respetuosa de sus diferencias. En la admirable literatura testimonial más reciente, después de 50 años de silencio, gentes del pueblo que fueron protagonistas de una historia tremenda han empezado a reconstruir su destino mediante un lenguaje vivo y lleno de revelaciones. En lugar de pensar en dominarlo y en administrarlo, muchos colombianos están interrogando y pensando el país. Después de las valiosas Jornadas Regionales de Cultura, el alegre esfuerzo de las comunidades permitió salvar otra convocatoria cultural dignificadora y fecunda, el programa Crea, una expedición por la cultura colombiana, sostenido a ciegas por varias administraciones sin comprender muy bien su valor, y que vino a sorprendernos con la riqueza, la diversidad y la vitalidad de nuestra cultura presente. El nuevo país crece en la labor de industrias y cooperativas regionales; de empresas solidarias; de movimientos ecológicos; de medios alternativos; de eventos literarios, artísticos y musicales de trascendencia mundial logrados gracias a la iniciativa particular en varias ciudades; en la dignidad de una nueva generación de periodistas responsables y valerosos; en creadores de música y danza que se han inclinado sobre las fuentes de su propia cultura para encontrar un lenguaje con el cual hablarle originalmente al mundo; en el trabajo de grupos y personas comprometidos con el país, que no tienen el menor afán por lanzarse a la conquista del poder, o que, habiendo conocido las redes paralizantes de su enorme laberinto kafkiano, ya saben cuán imposible es cambiar algo en la bruma pesadillesca de los incisos y de los occisos.
Sólo tomando posesión de ese lenguaje, múltiple y cohesionador, que le dé un nuevo sentido a la nación y a su historia, podremos llegar a constituir un movimiento capaz, no de reclamar ni de pedir sino de provocar los grandes cambios sociales que requiere el país y proponer una vida viable en el ámbito de las posibilidades contemporáneas. Para realizar una revolución que no pueda ser detenida y frustrada por las balas, se requiere la unión de la inteligencia, la creatividad y la solidaridad de millones de seres humanos, de los que ya saben que el poder existente sólo busca un futuro para esa exigua minoría que se avergüenza de sus compatriotas y que sistemáticamente los desprecia y los excluye.
Un país formidable en recursos y capaz de grandes empresas está en condiciones de nacer. Basta que los colombianos nos permitamos ser conscientes de nuestra fuerza, ser los voceros orgullosos de nuestro territorio, los defensores de nuestra naturaleza y los hijos perspicaces de una historia que yace en el olvido. Hoy ya no se trata de alcanzar el cielo sino de salir del infierno, de un infierno de intolerancia y de desamparo circunscrito por la historia a la línea de nuestras fronteras. Pero bastará dar ese paso inicial que nos arrebate al horror para que ya sea posible soñar el país que Colombia, aleccionada por su historia, puede llegar a ser. Tarde o temprano tendremos que pensar, no en una economía aislada e independiente, cosa imposible, pero sí en una economía cuya primera prioridad sea la gente colombiana.
Yo sueño un país que esté unido física y espiritualmente con los demás países de la América del Sur. Que un grupo de jóvenes venezolanos o colombianos pueda tomar el tren en Caracas o en Bogotá y viajar, si así lo quieren, hasta los confines de Buenos Aires. En un mundo donde se hacen autopistas de isla en isla, no ha de ser imposible tender ese camino de unidad entre naciones hermanas. Yo sueño un país que cuando hable de desarrollo hable de desarrollo para todos, y no a expensas del planeta sino pensando también en el mundo que habitarán las generaciones futuras; que cuando hable de industria nacional sepa recordar, como Gaitán, que industria son por igual los empresarios, los trabajadores y los consumidores. Yo sueño un país consciente de sus tierras, de sus árboles, de sus mares y de sus criaturas, donde hablar de economía sea hablar de cómo vive el último de los hijos de la república. Yo sueño un país donde sea imposible que haya gentes durmiendo bajo los puentes o comiendo basuras en las calles. Yo sueño un país cuya moneda pueda mostrarse y negociarse en cualquier lugar del planeta. Yo sueño un país que gane medallas en los Juegos Olímpicos. Yo sueño un país de pueblos y ciudades hermosos y dignos, donde los que tengan más sientan el orgullo y la tranquilidad de saber que los otros viven dignamente. Yo sueño un país inteligente, es decir, un país donde cada quien sepa que todos necesitamos de todos, que la noche nos puede sorprender en cualquier parte, que el carro se nos puede varar en las altas carreteras solitarias, y que por ello es bueno que nos esforcemos por sembrar amistad y no resentimiento. Yo sueño un país donde un indio pueda no sólo ser indio con orgullo, sino que superando esta época en que se lo quiere educar en los errores de la civilización europea aprendamos con respeto su saber profundo de armonía con el cosmos y de conservación de la naturaleza. Yo sueño un país donde tantos talentosos artistas, músicos y danzantes, actores y poetas, pintores y contadores de historias, dejen de ser figuras pintorescas y marginales, y se conviertan en voceros orgullosos de una nación, en los creadores de sus tradiciones. Todo eso sólo requiere la apasionada y festiva construcción de vínculos sinceros y valerosos. Y hay una pregunta que nos está haciendo la historia: ahora que el rojo y el azul han dejado de ser un camino, ¿dónde está la franja amarilla?

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